¿Nos merecemos la extinción?

Cuando tenía 15 años, (no sé qué había hecho bien, pero llevaba tiempo pidiéndolo) mis padres me compraron mi primera «cadena de música», una Sony con doble pletina y CD que entró en mi pequeña habitación y cambió mi vida para siempre.

Sí, de verdad que la cambió.

Recuerdo la tarde en la que el señor de la tienda de electrodomésticos del centro vino a casa a instalarla.

Con la cadena me regaló un cd que no conocía de nada: James Last Classics Up to Date Vol. 6 .

Me gustaba la música clásica, pero pensé: «Vaya, nada moderno…» (nada en plan Bon Jovi, Héroes del Silencio o Mecano, que era lo que solía escuchar yo por aquel entonces).

Miré la carátula y vi que actualizaba clásicos como «Eine kleine Nachtmusik» y me dije, «bueno, por lo menos tiene Mozart».

Entonces llegó el momento mágico: insertó el cd en la bandeja y le dio al play.

Las primeras notas de Wolfgang sonaron muy estilo Luis Cobos (/chispún-chispún/), pero ciertamente como si me hubieran extraído un tapón de los oídos que llevara allí desde mi más tierna infancia.

Recuerdo la sensación de sobrecogimiento, y aquella música que me sonó a completa gloria celestial.

¿Qué sonidos maravillosos eran aquellos, después de haber pasado la vida escuchando cintas viejas en un radiocasette que mi tía había traído de sus años en Francia?

Pensé que me pasaba algo en los oídos. Lo juro.

La sensación de absoluta novedad fue indescriptible. Tuve que contener alguna lágrima, porque… ¡cómo me iba a poner a llorar delante de ese señor desconocido en mi habitación!

Fast forward 28 años.

Hoy estaba escuchando mi playlist de música clásica (sigo incorporando pistas eternamente) en Spotify y de repente todos mis sentidos se pusieron en guardia: reconocí uno de los tracks de aquel cd de James Last que me encantaba: un Presto de Vivaldi.

Me apresuré a copiar «Violin Concerto in A Minor Op 3, RV356 III Presto» en google y cuál fue mi sorpresa, me encuentro una interpretación ESPECTACULAR de Augusta McKay del Concierto para violín en La menor RV 356 Op. 3 N° 6 de Vivaldi que me deja sobrecogida, temblando y literalmente LLORANDO.

La busco en Spotify y veo que ese virtuosismo tiene unos ridículos 3.500 oyentes mensuales.

Entonces, en un momento claramente masoquista, me da por ir a ver los oyentes mensuales de, por ejemplo, algún tipo en plan Bad Bunny (dudo que conozca alguna canción suya).

Y veo ¿72 millones?

Sí, 72 millones de reproducciones.

72.000.000 vs 3.500.

Los ojos me empiezan a hacer chiribitas y mi cabeza entra en bucle.

Sé que hay muchas razones para esta diferencia, como que el perfil que puede escuchar música clásica no necesariamente tiene cuenta en Spotify, pero te hace pensar…

Y concluyo que el mundo se nos ha ido de las manos y nos merecemos la extinción. Me pongo en plan drama queen: que se nos lleve un meteorito, el cambio climático o la inteligencia artificial, la rebelión de la máquina esa de la que ya hablaban en la saga de Terminator o en Battlestar Galactica, porque realmente a algunos la máquina claramente ya les ha superado.

Entonces voy a llevar a Julia al conservatorio, o voy a uno de sus conciertos al Palacio de Festivales y sigo viendo a niños y jóvenes que eligen el camino difícil, el menos transitado, como diría Robert Frost, esforzándose por estudiar música y disfrutando con partituras de otros siglos que algunos siguen venerando.

Y entonces confío otra vez en la humanidad, porque mientras se siga estudiando y escuchando música clásica, ese pequeño reducto hará del mundo un sitio mejor.

Hoy no he incluido enlace a música al principio del post, porque prefería dejar el super efecto para el final:

Ahí queda eso.

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